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método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en el
uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le
permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y
trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su
gabinete. Fue ésa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas,
paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los
niños se partían el espinazo en la huerta cuidando el plátano y la
malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De pronto, sin
ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por
una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado,
repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas
conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes
de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de
su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la
augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la
mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el
encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento.
-La tierra es redonda como una naranja.
Úrsula perdió la paciencia. «Si has de volverte loco, vuélvete tú solo -
gritó-. Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano.» José
Arcadio Buendía, impasible, no se dejó amedrentar por la desesperación
de su mujer, que en un rapto de cólera le destrozó el astrolabio contra
el suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres del pueblo
y les demostró, con teorías que para todos resultaban incomprensibles,
la posibilidad de regresar al punto de partida navegando siempre hacia
el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que José Arcadio Buendía
había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su
punto. Exaltó en público la inteligencia de aquel hombre que por pura
especulación astronómica había construido una teoría ya comprobada en
la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como
una prueba de su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una
influencia terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de
alquimia.
Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez
asombrosa. En sus primeros viajes parecía tener la misma edad de José
Arcadio Buendia. Pero mientras éste conservaba su fuerza descomunal,
que le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas, el gitano
parecía estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado
de múltiples y raras enfermedades contraídas en sus incontables viajes
alrededor del mundo. Según él mismo le contó a José Arcadio Buendia
mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas
partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el
zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían
flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al
escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al
beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de
Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes.
Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era
un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática
que parecía conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero
grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de
terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su
inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano,
una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos
problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría
por los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír
desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los
dientes. El sofocante mediodía en que reveló sus secretos, José Arcadio
Buendía tuvo la certidumbre de que aquél era el principio de una grande
amistad. Los niños se asombraron con sus relatos fantásticos. Aureliano,
que no tenía entonces más de cinco años, había de recordarlo por el
resto de su vida como lo vio aquella tarde, sentado contra la claridad
metálica y reverberante de la ventana, alumbrando con su pro-funda
voz de órgano los territorios más oscuros de la imaginación, mientras
chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el calor. José Arcadio, su
hermano mayor, había de transmitir aquella imagen maravillosa, como
un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en cambio,
conservó un mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el
momento en que Melquíades rompió por distracción un frasco de
bicloruro de mercurio.
-Es el olor del demonio -dijo ella.
-En absoluto -corrigió Melquíades-. Está comprobado que el demonio
tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán.
Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes
diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los
niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para siempre en su
memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades.
El rudimentario laboratorio -sin contar una profusión de cazuelas,
embudos, retortas, filtros y coladores- estaba compuesto por un atanor
primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitación del
huevo filosófico, y un destilador construido por los propios gitanos según
las descripciones modernas del alambique de tres brazos de María la
judía. Además de estas cosas, Melquíades dejó muestras de los siete
metales correspondientes a los siete planetas, las fórmulas de Moisés y
Zósimo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre
los procesos del Gran Magisterio, que permitían a quien supiera
interpretarlos intentar la fabricación de la piedra filosofal. Seducido por
la simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José Arcadio Buendía
cortejó a Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera
desenterrar sus monedas coloniales y aumentarlas tantas veces como
era posible subdividir el azogile. Úrsula cedió, como ocurría siempre,
ante la inquebrantable obstinación de su marido. Entonces José Arcadio
Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con
raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a
fuego vivo en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un jarabe
espeso y pestilente más parecido al caramelo vulgar que al oro
magnífico. En azarosos y desesperados procesos de destilación, fundida
con los siete metales planetarios, trabajada con el mercurio hermético y
el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca de cerdo a falta de
aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un